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Barthes: La fotografía es violenta no porque muestre violencias, sino porque cada vez llena a la fuerza la vista y porque en ella nada puede ser rechazado ni transformado (el que a veces pueda afirmarse de ella que es dulce no contradice su violencia; muchos dicen que el azúcar es dulce, pero yo encuentro el azúcar violento).

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En una de las fotos se la veía bailando: largas las piernas bajo la pollerita de gasa, el torso desnudo languideciendo en un paroxismo de éxtasis, los brazos extendidos y suplicantes; en otra, las manos crispadas se aferraban con un gesto desesperado al marco de una puerta; otra más: curva la línea de una pierna, el peso de su cuerpo hundiéndose en los rombos de las sábanas; una cuarta: de rodillas, la frente casi al ras de las baldosas gastadas, una luz cenital vertebrando la espalda, el largo cabello negro fundiéndose en las sombras. ―“¡No!”, gritaba su abuela, mientras se aferraba al borde de la mesa de la cocina con una mano, para no ser derribada por los golpes de aquel bárbaro alemán, que había trajinado tientos en el Litoral durante treinta años antes de venir a Buenos Aires. “¡No!”, había gritado su madre, mientras dos enfermeras la tomaban por los brazos y un corredor del hospital se tragaba a su hija, la menor de siete hermanos. Cuando esa mujer se dio vuelta, zafándose de los brazos que un instante antes la retenían, vio a una A. muy pequeña, que la había escoltado hasta allí desde la puerta de entrada. Una de las enfermeras, que ya sostenía un formulario tamaño oficio, preguntó dónde estaba el padre, pero nadie le respondió. A. no quería que el corredor de un hospital se tragara a su hija, no quería aferrarse al borde de la mesa para no caer deshecha por los golpes. “¡No!”, gritaba A., desde el fondo de esas fotos―. Había sido una larga sesión, una tarde de otoño ―el fotógrafo tenía la misma predilección que yo por esa luz ámbar que cubría el mundo como un polvo fino―, en la casa que D. tenía en algún lugar de la provincia de Buenos Aires. Ella había mencionado aquella casa, la vez que le pedí una opinión acerca de unas fotos que yo le había hecho. La serie que ahora tenía ante mí debía ser innumerable. El vértigo que me conducía sin pausa de una imagen a la siguiente, me detuvo en la número veinticinco y tuve un violento acceso de ira, que de no haberse resuelto en nausea, habría sido suficiente para matar. En todas las fotos, ella rechazaba las miradas: se ofrecía sin reservas.