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Barthes: ¿Por qué durar es mejor que arder?

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Conocí a A. poco tiempo después de aquel episodio en la estación de Palermo. Desde entonces, solo hice algunas notas rápidas, escritas casi siempre en papeles sueltos, mientras viajaba en el 237 o entre dos mates apurados. Ordenar cronológicamente esa hojarasca, que se había acumulado en uno de los tantos cajones olvidados de la casa, habría sido arduo e inútil: ¿cómo ordenar en una secuencia temporal aquello que se ha vivido afuera del tiempo? ¿Quién se complace con lo que queda del sueño al despertar?

Desechada toda tentativa de introducir un principio de orden en ese caos ―la vida misma, quizá―, reescribiré algunas de las notas con arreglo a los vaivenes de la intuición que les dio origen.

Supe de ella por un poema que emulaba a esos anuncios que, en otra época, solían aparecer en los avisos clasificados de los diarios y las revistas: “Mujer de mediana edad busca conocer…”, “adora a los gatos”, “pasatiempos favoritos: las novelas policiales, el cine francés, la ópera…” Había publicado el poema con dos propósitos declarados: restituir la función prosaica a la que remitía y conocer a un hombre. A esa deliberada incitación (cuya débil ambigüedad, como he dicho, no podía engañar a nadie), se sumaban otros datos sugestivos: mi edad; la reciente lectura de “El arte de amar”, de Ovidio;  los últimos versos, que me subyugaron más allá de lo imaginable: “No es Venus; / tiene la voracidad de Venus”.