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Una vez, mientras Hesíodo apacentaba sus corderos al pie del Helicón, las musas se acercaron hasta él y le dijeron: "Nosotras sabemos decir muchas cosas falsas semejantes a verdades; pero, cuando queremos, también celebramos la verdad".


* * *
 
Una o dos horas antes de levantarme, pensé que lo primero que tenía que hacer después de preparar el mate era escribir lo que había soñado. Durante las primeras horas de la mañana —que para el capricho de algunos es el principio de la tarde—, me entretuve probando la estenopéica, ese caballito de Troya del que solo he conseguido algunas manchas de luz o de oscuridad. Ahora es de noche y, como es habitual cuando se pasa mucho tiempo sin soñar, varios pasajes se han sumergido en la más impenetrable oscuridad; la mayoría de los detalles, tan importantes cuando se sueña, se perdieron. Pero, si en las interrupciones de la lectura se lee más que ante el libro abierto, no veo por qué no habría de ocurrir lo mismo con los sueños.

Me bajé del colectivo frente a una larga reja negra que rodeaba a una pequeña arboleda de eucaliptos. El olor de esos árboles me recordaba vagamente a los oficios fúnebres. El sol era abrasador. Unos chicos pasaron corriendo frente a mí y se tiraron a la pileta. Vi al grupo compacto de chicos en el aire, antes de caer al agua, con pies y manos múltiples. Lamenté no haber traído la cámara conmigo —afortunadamente, lo que sucede con la lectura, sucede con los sueños, sucede con la fotografía: cuando se está sin la cámara se fotografía más—. Alrededor de las piletas había vestuarios. Demasiados vestuarios. Ninguno de ellos tenía señalizaciones. Algunos no se distinguían mucho de las oficinas de la administración ni del resto de las dependencias del balneario. De manera que todos andábamos medio perdidos, entrando y saliendo de un lado a otro, como en los dibujos de Escher. Mujeres lúbricas junto a niños y ancianos, hombres bronceados con anteojos oscuros y toallas blancas al hombro, niñas con gorros de goma y antiparras, sirenas con auriculares, señoras con mallas que les daban aspecto de tortuga, señores con el diario bajo el brazo y una canasta floreada de la mano. En algunos sectores, el tránsito era frenético. Curiosamente, adentro de los vestuarios no había casi nadie. En uno de ellos encontré a S., muy pálida; en otro, a P., que se sentía muy alegre mientras no intentara acercarme a ella; en uno más, a J., que con el tiempo aprendió que los gritos son una de las formas del silencio; a L. me pareció verla de perfil, etérea como las ninfas de los arrabales; sentí la mano de D. sobre mi espalda cuando me senté a descansar un momento; la última persona que creo haber reconocido era V., que me decía: "Vestuarios otra vez". Conversamos un rato, quizá más de lo habitual. "Otra vez agua", dije yo. De pronto me di cuenta de que no tenía malla, como los demás. Llevaba pantalones largos y una camisa
azul. Crucé una zona de duchas al aire libre, un paso estrecho que la gente tiene que cruzar obligatoriamente para acceder a las piletas. Caminé de perfil, en puntas de pie, pero nada de eso sirvió para no mojarme. De hecho, me empapé por completo. El peso de la ropa mojada me hacía caminar como una foca. Cuando caí al agua no sentí la humedad, sino solo la sensación de inmersión, tan parecida a la de entrar en un sueño profundo, a la de estar absorbido por una novela, a la de tomar una fotografía.