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Macedonio Fernández: La externalidad, la materia, "nuestro cuerpo", y el cuerpo de nadie, no poseído psíquicamente, o cosmos, nada son, no son, sin inexistencias. Los estados que llamamos de percepción existen como estados, pero sin objeto; el ser, el mundo, no es de percepción. No hay Objeto; somos lo percibido; y lo que "somos" cuando percibimos nada es sino el estado de percepción sin sujeto. La percepción, la copresencia sujeto-objeto, es irreal. Todo "lo somos", no "lo percibimos".


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El mundo está allí, palpitante, colmado de sí mismo. Basta extender una mano para que los objetos ingresen completamente al universo de las sensaciones que (¡oh, prodigio!) confirman su realidad. ¿Cómo es posible tanta arrogancia?

Tengo un vaso de vidrio junto a mi mano —un vaso de Antoine Roquentin—. Lo toco, le doy vueltas, lo huelo, paso la lengua por el borde, lo aprieto en mi mano. ¿Qué puedo decir de este vaso? Nada. Absolutamente nada. Gritos y susurros. Las dos hermanas se miran de cerca. Acarician sus rostros. Las bocas se entreabren. No escuchamos sus voces, pero sabemos que se hablan. Escuchamos el cello y entendemos qué se dicen. Así es como quiero escribir. —No me interesa discutir esto con H., no vale la pena. Me dirá que tengo que pensar la escritura dentro del campo de lo posible. ¡Pensar la escritura! Eso huele a tufo, a claustro, a reclinatorio. Y ¿qué quiere decir el campo de lo posible? Al fin de cuentas, el que escribe esto soy yo, Rómex—. 

No se trata de la ansiedad, como creía hace unos días. No es solo la ansiedad. Algo de este vaso no está a mi alcance, se diluye en la nada ante el menor gesto. ¿Se puede fotografiar eso? Se puede ensayar. Fotografié a una mosca que había caído muerta sobre la mesa, en el mismo lugar donde ahora está el vaso. Las 17 tomas fueron hechas en 5 minutos con la cámara fija en un ángulo de la mesa y sin variar la exposición. El resultado fue una serie que a H. le gusta llamar "La nada". Pero para H. el objeto es un fetiche. Lo que sucede —de algún modo hay que decirlo— es que el objeto que la luz impresiona soy yo. Es lo mismo con la mesa, con la silla que cruje cada dos páginas. No puedo fijar eso porque soy algo tan impreciso y difuso como los objetos. Acaso yo mismo sea un pequeño insecto clavado con un alfiler en una cartulina sucia. Estaré recluido en el armario de un museo durante 50 o 60 años, hasta que un día alguien encuentre mi nombre por error en una caja de cartón, junto a los coleópteros, y redacte un informe pormenorizado de mis rasgos personales, a partir del estudio minucioso de mi complexión física. "Pasaba largas horas escuchando a Charles Mingus y a Luis Alberto Spinetta. Los días nublados iba a sacar fotos por San Telmo. Escribía para tener una impresión viva del mundo".