07

El cuarto de S. estaba en la planta más alta de la casa. Era un cuarto pequeño y mal iluminado. En una de las paredes, había una especie de tragaluz que daba a la terraza. A veces, cuando pasábamos toda la noche despiertos, veíamos un rayo de sol que atravesaba el cuarto. Pero duraba tan poco que se desvanecía en el aire antes de que nos durmiéramos. Debajo del tragaluz había colgado una acuarela. Estaba enmohecida en los bordes y tenía una esquina completamente deshecha por la humedad. Algunas figuras habían retornado a un estado tan elemental que eran simples manchas, otras se distinguían con bastante claridad. Detrás de una bruma azulada se veía un tren que avanzaba de frente. Parecía un gran pez saltando por arriba de la espuma de una ola. Unas palomas borrosas levantaban vuelo cerca de la locomotora y un grupo de chicos chapoteaba en un charco del andén. A un lado, los pasajeros esperaban que el tren se detuviera y cerraban sus paraguas. Más o menos eso es lo que en otro tiempo debe haberse visto en esa acuarela. Si S. todavía la conservaba era porque mantenía vivo el recuerdo de lo que había visto allí. También yo recordé una mañana lo que había visto en esa acuarela. Estaba en la estación de trenes. Reconocía las largas vigas de hierro que cruzaban a lo largo el techo del andén. Al final, había tres empleados del ferrocarril, pidiendo boletos. Las manos frías extendían los papelitos y volvían a refugiarse enseguida en los bolsillos de los abrigos. Una luz brumosa cubría las cabezas antes de que se internaran en el túnel que conducía a la calle. Eran las 7 de la mañana y había comprado un boleto hasta Palermo. Pero, ¿qué hacía en Palermo? No lo recordaba.