10

Abro el cajón, otra vez. Tomo una notita y la sujeto con dos dedos a cierta distancia de mi cara. La observo un rato, intento leerla, hacerla legible. Necesito presionar de algún modo la superficie del texto para extraer algo de ese pedazo de papel. Puedo hacerlo, pero lo que obtengo son imágenes muy disminuidas, atenuadas. Es decepcionante. Esas imágenes parecen haber perdido su densidad y están cubiertas de polvo. Además, no creo que sea posible tomar una de esas imágenes, al menos no como quien toma una aceituna de un frasco, porque no existen de manera aislada. Aun cuando lograra tomar una de ellas en particular, lo único que conseguiría es soplar el polvo que la cubre, para descubrir una pluralidad de imágenes, un golpe de luz. Sería una obturación sin obturador. Lo que tengo, entonces, se parece a este montón de anotaciones que acumulé en un cajón. No puedo tomar una por una, soplar el polvo, ver qué hay ahí, porque no vería nadaSi, por el contrario, guardo distancia y trato de captar esa totalidad, la situación sería la misma. ¿Por qué? Decir: “Porque cada partícula de polvo es a cada imagen lo que cada imagen es a esa totalidad” no significa nada, es una de esas frases que uno tiene que tachar de inmediato. Nada se obtendría con tomar una imagen, con soplar el polvo. Sólo puedo captar lo fragmentario: la imagen que me interesa no está más allá del polvo que la cubre, sino más acá. No se trata de una imagen aislada (no existe tal cosa), sino de la totalidad de la que forma parte. La imagen es esa totalidad cubierta de polvo.  
 * * *
Parece mentira, pero pasábamos mucho tiempo hablando. Hablábamos muchísimo. Aunque la casa estaba casi deshabitada, siempre buscábamos los lugares más alejados de la puerta de calle y la cocina. El estudio, que antes había sido el cuarto de mi hermana y luego el taller de costura de mi madre, era el sitio que preferíamos por las tardes. Allí, el silencio sólo se interrumpía por el rumor de las cañerías y las voces de mis vecinas, que discutían animadamente el último partido de hockey que se había jugado en el club Comunicaciones, o se perdían en elucubraciones que podían empezar con una cacerola y terminar en un golpe de estado. Si hacía buen tiempo, íbamos al patio ―yo había arreglado el cantero: cambié la tierra donde hacía falta, saqué los mechones de pasto amarillento que deslucían todo un borde, enderecé el jazmín con un tutor, podé el cedrón, corté las hojas más bajas de la palmera que tanto nos desagradaba (último testimonio de la vida exótica que habitó la casa), cubrí con un pasto fino y tupido una porción de tierra en la que caía a plomo el sol del medio día, planté un rosal que tenía unas flores azuladas muy pequeñas, luché contra caracoles y hormigas con una obstinación de la que solo son capaces los seres humanos y los animales en celo―. Después de cenar (rito que nosotros habíamos simplificado bastante: cualquier cosa que comiéramos entre las ocho de la noche y las seis de la mañana era una cena), la tendencia natural a buscar los lugares oscuros nos conducía al cuarto. Se conversaba mejor así, a oscuras. Cuando hablábamos con otras personas a plena luz del día, lo hacíamos con una voz que no era la nuestra. Nadie sospechaba, sin embargo. Por ejemplo, nunca tuvimos problemas para conseguir un paquete de yerba, ni para escribir un examen (que es una de las formas escritas que suele asumir esa voz). Así, nuestra vida transcurría en dos planos: por un lado, contábamos con la aprobación de nuestros profesores y de la chica que nos vendía la yerba en el supermercado chino; por el otro, teníamos un diálogo en la oscuridad. Lo primero era una contribución a la paz social; lo segundo era inhumano. Como nuestra relación se fue afianzando noche a noche, comenzamos a utilizar nuestra verdadera voz en circunstancias ordinarias (una clase de latín, por ejemplo). De manera que, cuanto más se afianzaba nuestra relación, más escaseaba la yerba. 

09

Barthes: La fotografía es violenta no porque muestre violencias, sino porque cada vez llena a la fuerza la vista y porque en ella nada puede ser rechazado ni transformado (el que a veces pueda afirmarse de ella que es dulce no contradice su violencia; muchos dicen que el azúcar es dulce, pero yo encuentro el azúcar violento).

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En una de las fotos se la veía bailando: largas las piernas bajo la pollerita de gasa, el torso desnudo languideciendo en un paroxismo de éxtasis, los brazos extendidos y suplicantes; en otra, las manos crispadas se aferraban con un gesto desesperado al marco de una puerta; otra más: curva la línea de una pierna, el peso de su cuerpo hundiéndose en los rombos de las sábanas; una cuarta: de rodillas, la frente casi al ras de las baldosas gastadas, una luz cenital vertebrando la espalda, el largo cabello negro fundiéndose en las sombras. ―“¡No!”, gritaba su abuela, mientras se aferraba al borde de la mesa de la cocina con una mano, para no ser derribada por los golpes de aquel bárbaro alemán, que había trajinado tientos en el Litoral durante treinta años antes de venir a Buenos Aires. “¡No!”, había gritado su madre, mientras dos enfermeras la tomaban por los brazos y un corredor del hospital se tragaba a su hija, la menor de siete hermanos. Cuando esa mujer se dio vuelta, zafándose de los brazos que un instante antes la retenían, vio a una A. muy pequeña, que la había escoltado hasta allí desde la puerta de entrada. Una de las enfermeras, que ya sostenía un formulario tamaño oficio, preguntó dónde estaba el padre, pero nadie le respondió. A. no quería que el corredor de un hospital se tragara a su hija, no quería aferrarse al borde de la mesa para no caer deshecha por los golpes. “¡No!”, gritaba A., desde el fondo de esas fotos―. Había sido una larga sesión, una tarde de otoño ―el fotógrafo tenía la misma predilección que yo por esa luz ámbar que cubría el mundo como un polvo fino―, en la casa que D. tenía en algún lugar de la provincia de Buenos Aires. Ella había mencionado aquella casa, la vez que le pedí una opinión acerca de unas fotos que yo le había hecho. La serie que ahora tenía ante mí debía ser innumerable. El vértigo que me conducía sin pausa de una imagen a la siguiente, me detuvo en la número veinticinco y tuve un violento acceso de ira, que de no haberse resuelto en nausea, habría sido suficiente para matar. En todas las fotos, ella rechazaba las miradas: se ofrecía sin reservas.

08

Barthes: ¿Por qué durar es mejor que arder?

* * *

Conocí a A. poco tiempo después de aquel episodio en la estación de Palermo. Desde entonces, solo hice algunas notas rápidas, escritas casi siempre en papeles sueltos, mientras viajaba en el 237 o entre dos mates apurados. Ordenar cronológicamente esa hojarasca, que se había acumulado en uno de los tantos cajones olvidados de la casa, habría sido arduo e inútil: ¿cómo ordenar en una secuencia temporal aquello que se ha vivido afuera del tiempo? ¿Quién se complace con lo que queda del sueño al despertar?

Desechada toda tentativa de introducir un principio de orden en ese caos ―la vida misma, quizá―, reescribiré algunas de las notas con arreglo a los vaivenes de la intuición que les dio origen.

Supe de ella por un poema que emulaba a esos anuncios que, en otra época, solían aparecer en los avisos clasificados de los diarios y las revistas: “Mujer de mediana edad busca conocer…”, “adora a los gatos”, “pasatiempos favoritos: las novelas policiales, el cine francés, la ópera…” Había publicado el poema con dos propósitos declarados: restituir la función prosaica a la que remitía y conocer a un hombre. A esa deliberada incitación (cuya débil ambigüedad, como he dicho, no podía engañar a nadie), se sumaban otros datos sugestivos: mi edad; la reciente lectura de “El arte de amar”, de Ovidio;  los últimos versos, que me subyugaron más allá de lo imaginable: “No es Venus; / tiene la voracidad de Venus”. 

07

El cuarto de S. estaba en la planta más alta de la casa. Era un cuarto pequeño y mal iluminado. En una de las paredes, había una especie de tragaluz que daba a la terraza. A veces, cuando pasábamos toda la noche despiertos, veíamos un rayo de sol que atravesaba el cuarto. Pero duraba tan poco que se desvanecía en el aire antes de que nos durmiéramos. Debajo del tragaluz había colgado una acuarela. Estaba enmohecida en los bordes y tenía una esquina completamente deshecha por la humedad. Algunas figuras habían retornado a un estado tan elemental que eran simples manchas, otras se distinguían con bastante claridad. Detrás de una bruma azulada se veía un tren que avanzaba de frente. Parecía un gran pez saltando por arriba de la espuma de una ola. Unas palomas borrosas levantaban vuelo cerca de la locomotora y un grupo de chicos chapoteaba en un charco del andén. A un lado, los pasajeros esperaban que el tren se detuviera y cerraban sus paraguas. Más o menos eso es lo que en otro tiempo debe haberse visto en esa acuarela. Si S. todavía la conservaba era porque mantenía vivo el recuerdo de lo que había visto allí. También yo recordé una mañana lo que había visto en esa acuarela. Estaba en la estación de trenes. Reconocía las largas vigas de hierro que cruzaban a lo largo el techo del andén. Al final, había tres empleados del ferrocarril, pidiendo boletos. Las manos frías extendían los papelitos y volvían a refugiarse enseguida en los bolsillos de los abrigos. Una luz brumosa cubría las cabezas antes de que se internaran en el túnel que conducía a la calle. Eran las 7 de la mañana y había comprado un boleto hasta Palermo. Pero, ¿qué hacía en Palermo? No lo recordaba.

06

Apunte para un recuerdo: El olor de la canela, del café, del jengibre, del chocolote. G. hace girar la taza entre los dedos. Caracolillo. La réplica del gesto en el espejo. Gato negro, Gato blanco. Tut monde. Los girasoles de Van Gogh. Cigarrillos y Camera Work. Morelianas con vino tinto a las dos de la mañana.

05

Macedonio Fernández: La externalidad, la materia, "nuestro cuerpo", y el cuerpo de nadie, no poseído psíquicamente, o cosmos, nada son, no son, sin inexistencias. Los estados que llamamos de percepción existen como estados, pero sin objeto; el ser, el mundo, no es de percepción. No hay Objeto; somos lo percibido; y lo que "somos" cuando percibimos nada es sino el estado de percepción sin sujeto. La percepción, la copresencia sujeto-objeto, es irreal. Todo "lo somos", no "lo percibimos".


* * *
    
El mundo está allí, palpitante, colmado de sí mismo. Basta extender una mano para que los objetos ingresen completamente al universo de las sensaciones que (¡oh, prodigio!) confirman su realidad. ¿Cómo es posible tanta arrogancia?

Tengo un vaso de vidrio junto a mi mano —un vaso de Antoine Roquentin—. Lo toco, le doy vueltas, lo huelo, paso la lengua por el borde, lo aprieto en mi mano. ¿Qué puedo decir de este vaso? Nada. Absolutamente nada. Gritos y susurros. Las dos hermanas se miran de cerca. Acarician sus rostros. Las bocas se entreabren. No escuchamos sus voces, pero sabemos que se hablan. Escuchamos el cello y entendemos qué se dicen. Así es como quiero escribir. —No me interesa discutir esto con H., no vale la pena. Me dirá que tengo que pensar la escritura dentro del campo de lo posible. ¡Pensar la escritura! Eso huele a tufo, a claustro, a reclinatorio. Y ¿qué quiere decir el campo de lo posible? Al fin de cuentas, el que escribe esto soy yo, Rómex—. 

No se trata de la ansiedad, como creía hace unos días. No es solo la ansiedad. Algo de este vaso no está a mi alcance, se diluye en la nada ante el menor gesto. ¿Se puede fotografiar eso? Se puede ensayar. Fotografié a una mosca que había caído muerta sobre la mesa, en el mismo lugar donde ahora está el vaso. Las 17 tomas fueron hechas en 5 minutos con la cámara fija en un ángulo de la mesa y sin variar la exposición. El resultado fue una serie que a H. le gusta llamar "La nada". Pero para H. el objeto es un fetiche. Lo que sucede —de algún modo hay que decirlo— es que el objeto que la luz impresiona soy yo. Es lo mismo con la mesa, con la silla que cruje cada dos páginas. No puedo fijar eso porque soy algo tan impreciso y difuso como los objetos. Acaso yo mismo sea un pequeño insecto clavado con un alfiler en una cartulina sucia. Estaré recluido en el armario de un museo durante 50 o 60 años, hasta que un día alguien encuentre mi nombre por error en una caja de cartón, junto a los coleópteros, y redacte un informe pormenorizado de mis rasgos personales, a partir del estudio minucioso de mi complexión física. "Pasaba largas horas escuchando a Charles Mingus y a Luis Alberto Spinetta. Los días nublados iba a sacar fotos por San Telmo. Escribía para tener una impresión viva del mundo".

04

Convendría hacer la pregunta de una vez, sin desviaciones inútiles: ¿Por qué no me mato? Contra lo que podría suponer un no-iniciado, la pregunta plantea menos un problema de principios que una cuestión de método. Nada de ergo. Al diablo con ese pequeño dios. Esas elucubraciones estropean la consumación del acto simple —ilústrese con la petite mort—. Ni el griego, ni el río: la aridez fáctica a la que te criaste. El método a secas.

Dejando de lado los martirologios, he aquí algunos de los métodos con los que estoy más familiarizado: método socrático, método Werther, método Gillette, método Bovary de acción prolongada, método axiomático, método paf Oliveira, método F.G.S.M. Desde luego, este brevísimo catálogo cuenta con el aditamento de las variaciones a que nos induce fácilmente cada método. Una tarde que llovía a cántaros, hice una lista de 67 variaciones del método socrático.

La propedéutica sobre la materia es bastante clara con respecto a que la efectividad de un método se apoya ostensiblemente en las circunstancias de su ejecución. El método es, a la larga, sus circunstancias.